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Patricia Rivas Lis
9 min readSep 28, 2023

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Las niñas — Canino — Ellas hablan

Un colegio de monjas español, una casa familiar griega y una comunidad religiosa. Estos tres son los marcos de referencia espacial de estas tres películas en las que se habla de normas, de las normas expresas, y tácitas, que rigen la vida de algunas, de unas, de las mujeres, desde niñas. Anywhere. Normas sociales, imperativos culturales que deben ser cumplidos, sí, o sí. De la lógica de su imposición ya se encargan quienes las proponen. Se aplican, y punto, aunque sean injustos, que del sentido de la Justicia (divina o paternal, si es que no fuera lo mismo) ya se ocupan ellos. Aunque hay quien no cumple, y de eso van estas tres películas. Será la respectiva narración la que se encargue de relatarnos la respectiva insumisión, la que se encargue de contarnos cómo se llega al hastaaquíhemosllegado, que vendría a ser el #Seacabó, pero con desarrollo.

El objetivo de los mandatos culturales (o políticosociales, si es que no fuera lo mismo) es operar sobre el cuerpo de las mujeres y el resumen tanto en la idea de que aprendas desde niña a aguantar lo que te echen como que descartes de hacer lo que tú quieres. Como llaman natural a lo cultural patriarcal no te fíes cuando te hablen de las cosas que no se pueden cambiar, por naturaleza. Es mentira. Desobedece, canta si tienes que cantar, aunque te pidan que finjas; sal si tienes que salir aunque te digan que no salgas y márchate si te tienes que marchar. Solo tú sabes cuando es imperativo que lo hagas, te va la vida en ello.

En estas pelis casi no salen hombres, aunque su presencia — en la primera y en la última — sobrevuela, por defecto, todo el rato porque es su Voluntad (histórica) lo que sus propios discursos convirtieron en Religión, en Política y en Historia, es decir, en Todo. Y es de esa voluntad de la que emanan esos imperativos que — históricamente — ha convertido la vida de las mujeres en un suplicio. Porque de eso es de lo que se encarga el Poder — cualquier poder — de que no aprendas que la vida se disfruta. De alguna manera terminarán convenciéndote de que el sufrimiento puntúa para algo. Tú comprarás la idea y es mentira. Canta. Salta. Salte.

¿Por qué el amor, la ausencia de amor, el fin del amor, la necesidad de amor provoca tanta violencia?, se pregunta Ona (Rooney Mara) en la película Ellas hablan, de Sarah Polley, mientras August (Ben Whishaw), el secretario de actas, en otro momento, expresa ante las mujeres reunidas en el granero su opinión acerca de si los muchachos a la edad de 13 o 14 años son todavía “salvables”. El maestro considera que a esa edad los chicos todavía son niños y que, con amor firme y paciencia, pueden reaprender su papel de hombres en la sociedad. «Trabajar con amor y así generar amor; habituar la mente a la exactitud intelectual y la verdad y excitar el poder de la imaginación», dice el maestro secretario recordando la frase del poeta Coleridge que consideraba estas las reglas centrales de la educación temprana. La compasión y el amor como pilares de la educación. Como ahorita, en la que en todos los grupos de mujeres, incluida las familias, hay alguna Scarface Janz (Frances McDormand).

Hasta hace más bien poco, los niños venían de París. Dicho así: los niños, y de París. Eso se nos decía el siglo pasado cuando sin saber nada de la vida, preguntábamos por ella. Según este mito infantil de la cigüeña — que sigo sin saber si era exclusivamente español o europeo, en general — estas majestuosas y misteriosas aves vuelan desde la capital francesa trayendo en su pico a los bebés que van dejando caer sobre las casas (el relato mítico no incluye el criterio para la selección de hogares, ahí no entra). Encaja eso tú en una mente infantil. Por un lado, los tejados negros de pizarra del París de las películas de Disney llenos de bebés, aburridos y llorosos, esperando a que un pájaro, blanco y grande, los enganche de los pañales con su enorme pico, y por otro, aceptar que todo lo que dicen los mayores, que son los que saben de la vida, es cierto.

Pasa lo mismo con otros mitos de la infancia, ya sean los reyes magos o un ratón que juega a ser banquero con tus dientes. O con la abuela, que está en el cielo. En el cielo. Y tú miras para arriba y ves nubes y te imaginas a la abuela tan aburrida en ellas como los bebés en los tejados de París. El cielo como espacio de existencia previa y posterior. Interesante. En cualquier caso, la justificación para este tipo de mentiras se encuentra en que la sociedad considera esta explicación más asimilable, mejor asumible, que la verdad misma. Hay verdades que es mejor que los niños — ya no digamos las niñas — desconozcan. El sexo y la muerte son dos de ellas. Y luego ya, la vida, en general.

Pero lo que de verdad esconden las mentiras es su intención, porque siempre terminan sirviendo para algo (y no es bueno). El resultado es el aprendizaje de que mentir no es tan malo, si tranquiliza. Porque que quede claro que la sociedad lo hace por el bien de la infancia, porque las certezas — aunque sean mentira — tranquilizan. Basta con que las asumas. Aunque sean raras de entender de cojones, como la de la paloma que te cuentan cuando vas a hacer la comunión. Sería muchísimo más interesante que contaran el origen histórico del mito para entender hasta qué punto todas las religiones se parecen. Pero no, mejor que conocimiento metamos en su cabeza el miedo a lo desconocido. Respeto, dirán los tradicionalistas. Miedo, decimos quienes nos acordamos de ellas. Tres hombres adultos que entran por la ventana de tu casa una noche del mes más frío del año, para decirte, con cosas, lo mala o lo buena que has sido todo el año. (ahí empiezan los pobres a asumir su culpa que, en el fondo, igual la intención es esa). A ver quién consigue dormir la noche entera. No era la emoción mamá, era el cague. Parecido a aquel otro de cuando se te caía un diente y sabías que un ratón iba a subir por la pata de tu cama hasta la almohada, que iba a levantar no sé cómo porque se supone que es en ella sobre la que apoyas tu cabeza, para llevárselo, a cambio de alguna moneda. Y luego estaban las preguntas que no podías hacer a nadie. ¿Cómo bebe esa cigüeña en un viaje tan largo si no puede abrir el pico sin provocar un desastre? O lo que hacías con el terrible pensamiento, cuando tu madre se iba a dar a luz al hospital, de si no hubiera sido mejor no dejar pasar tanta sed al animal.

Porque el miedo es el arma de la que el poder más reconoce su eficacia. Cualquier poder. Porque cuando el miedo se asimila y pasa a ser costumbre, la sociedad se siente protegida. Es como si desde arriba las cosas estuvieran bien sujetas. Ahí es donde el triunfo del poder se convierte en absoluto.

Conozco gente a la que “Canino” le parece una película “rara”. No sé por qué. En ella, las dos hijas y el hijo saben que el coño es una lámpara, que los zombis son florecitas amarillas, que un gato es una bestia asesina y que una hermana debe proporcionar placer sexual a un hermano, porque así se lo han dicho papá y mamá. Eso es lo que les han enseñado. Y nadie duda. Como no se nos ocurriría dudar de los reyes magos, o del ratoncito Pérez.

“Canino” es una película de terror, con sobresaltos y con sangre, en la que el miedo que infunde tiene con lo cotidiano horrible. Como las cigüeñas cargando niños entre nubes. En ella hay un papá que viste de corbata y que tiene un Mercedes y que trabaja en la oficina de una fábrica; una mamá — con cara de buena — que se ocupa mucho de sus hijos y que quiere mucho a su marido, que es el papá, y dos niñas y un niño (que lo son sin serlo) muy sanos — mamá les da zumito cada mañana — y que se portan muy bien. La familia de esta película vive en las afueras, en una casa muy bonita con jardín, y lo que de ella se nos cuenta tiene que ver con la educación, con los límites de la realidad, con la ignorancia, con la maldad, con la inocencia, con la crueldad y con el castigo. Pero, sobre todo, esta película habla del poder y del miedo. Y de lo que los padres les hacen a sus hijos, por amor. ”Amor”, término este tan elástico como “realidad”. Para que no les pase de nada, les hacemos de todo. En la casa también hay una piscina que, algunas veces, tiene peces.

Papá y mamá tienen prohibido (aunque ellos nunca emplearían ese verbo) salir de casa. De hecho, las hijas y el hijo nunca han salido. Por su bien, claro está, porque afuera hay unas bestias tremendas (los gatos) que os van a devorar si lo hacéis. Según la promesa paterna saldrán, una enorme tapia con seto rodea la casa, cuando les caiga un colmillo. Dentro tienen todo lo que necesitan por lo que el único contacto con el exterior es la visita que una empleada de la fábrica, a la que el padre paga para que mantenga relaciones sexuales con el hijo, realiza a la casa periódicamente. En la casa no hay libros — y hasta a los botes les arranca papá las etiquetas — y los videos que se ven son solo familiares. De lo que aprenden estos jóvenes “niños” (en mente, indumentaria y expresividad) se han encargado en exclusiva papá y mamá y en su educación las palabras tienen su propio significado. Así el teléfono es la sal; el mar, un sofá y el coño, una lámpara. La subversión del lenguaje y la perversión que esa subversión implica. Como hoy la palabra libertad fuera del cine.

Los pilares de este universo familiar son el miedo, la recompensa y la competición, sobre la base de la recompensa final. Igual tampoco es tan distinto.

El tono monocorde de guion bien aprendido y poco apasionado. Nadie ríe, nadie llora, todo el mundo habla muy bajito. O la domesticación como vía para la aniquilación emocional en este universo canino en el que lamer vale tanto para el afecto como para el sexo; en el que hablar no sirve para nada porque sirve para todo y en el que salir, que es lo que no se puede hacer bajo ningún concepto, es lo único que cabe hacer (aunque para ello haya que morir)

Dice Philip Zimbardo en su libro El efecto Lucifer que «la conformidad, la obediencia, la desindividualización, la deshumanización, la desconexión moral y que la pasividad o la inacción son las causas situacionales del mal» y que de darse estas, el mal es inevitable. Lo que viene a decir el psicólogo norteamericano es que, dadas las circunstancias, todos podemos ser malos. Aunque dice también que, aun así, siempre habrá quien demuestre heroicidad, alguien dispuesto a romper la cadena (en su doble acepción de atadura y de continuidad) y a rebelarse. Alguien dispuesto a desobedecer, a indagar, a hacerse preguntas, a atreverse a ser distinto. Alguien dispuesto a romperse los dientes, a cantar de verdad o a subirse a las carretas. Dice también Zimbardo que la maldad es creativa, que existe una cierta imaginación de la maldad que se desarrolla para lograr una mayor efectividad del mal. Concurren aquí todas las causas situacionales mencionadas: la conformidad y la obediencia: los niños acatan y asumen las reglas sin cuestionarlas; la desindividualización: ninguno de los personajes que aparecen tiene nombre (a las hermanas se las distingue llamándolas la mayor y la menor); la deshumanización: el padre les enseña a ladrar como medio de ahuyentar al monstruo; la desconexión moral: las acciones son independientes del resultado de las mismas (elige de tus dos hermanas la que más te guste) y la pasividad o la inacción (una de las hermanas desaparece y nadie hace nada). Y, como dice Zimbardo, efectivamente, aquí también hay héroe: una de las hermanas, la que necesita saber, la que se hace preguntas, la que quiere respuestas, encuentra la manera de salir. Y sale. Varios son aquí los tipos humanos del mal: el colaborador necesario que termina siendo víctima, la víctima cómplice que es tan mala como el malo, las víctimas puras condenadas a hacer lo que hicieron con ellas. Pero también hay heroína.

La ausencia de miedo desactiva el poder, cualquier poder, y el miedo se desactiva con conocimiento. Si sabes, puedes. Por eso no quieren que sepas. Tú no preguntes, indaga. Y desobedece.

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