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The Act of Killing — La La Land— La mirada del silencio

Patricia Rivas Lis
7 min readAug 19, 2023

Más Oppenheimer (o el cine dentro del cine).

“The Act of Killing” y “La mirada del silencio”, de Joshua Oppenheimer, son dos documentales que hablan de una película que no existe aunque sus protagonistas, cabecillas ambos de los escuadrones de la muerte en la Indonesia de finales de la década de los años sesenta del siglo pasado, estén convencidos de que se está rodando, al objeto de inmortalizar las “hazañas”, que incluyen violaciones, torturas y asesinatos, que ellos mismos perpetraron tras el golpe militar de Indonesia de 1965. Ellos acceden encantados y encantados se muestran todo el tiempo recordando su “heroica” lucha contra el enemigo.

Cuando mediante un golpe de estado el general Suharto derrocó al presidente Sukarno, primer presidente de la República de Indonesia tras la independencia del archipiélago, el Partido Comunista Indonesio (PKI) era el mayor partido comunista del mundo fuera de un estado comunista. Al haber el PKI prestado su apoyo al depuesto presidente, el partido fue prohibido de inmediato en el país y, durante el año siguiente al golpe, casi un millón de personas, supuestos comunistas, incluidas ciudadanos de etnias chinas, gente contraria al gobierno e intelectuales, en general, fueron brutalmente torturadas y asesinadas.

Tanto Herman Koto como Anwar Congo, asesinos reales y actores ficticios en “The Act of Killing”, se hacen llamar a sí mismos “gangsters” y se declaran admiradores acérrimos del cine norteamericano de la época.

Congo que, según sus propias palabras, torturó y asesinó con sus propias manos a más de mil personas, escenifica con orgullo ante la cámara las atrocidades cometidas al tiempo que explica, con todo detalle, el modo en el que perpetraba los crímenes para los cuales, según el propio Congo, encontraba inspiración en las películas americanas. En una de las escenas, el asesino confeso baila ataviado como un gangster de película tras mostrar a cámara el lugar exacto en el que se llevaron a cabo las torturas. Una de las razones del odio furibundo de Congo hacia los comunistas era que, cuando el ejército lo contrató, los comunistas eran los principales boicoteadores de las películas estadounidenses, las más rentables en los cines indonesios, y el por aquel entonces asesino y ahora héroe nacional se dedicaba al mercado negro de entradas, al tiempo que hacía de matón. Según palabras del propio Oppenheimer, Herman Koto afirmó: «Esta es la película que esperaba. Es una película sincera, que cuenta la verdad». El documental muestra cómo la asunción banal de un genocidio por parte de un pueblo garantiza no solo la impunidad de los culpables sino que justifica que muchos de ellos sigan ocupando hoy cargos relevantes en el gobierno. No solo por ahí ocurren estas cosas. Aquí en España sabemos mucho de eso.

Indonesia fue durante aquellos años uno de escenarios de la guerra fría por lo que el gobierno estadounidense celebró la masacre como «una grandiosa victoria sobre el comunismo». La revista Time y el diario The New York Times informaron de una de «las mejores noticias para Occidente desde hace años en Asia» y tildaron el hecho para el continente asiático como de «un destello de luz».

“La Mirada del Silencio” no es un documental secuela de “The Act of Killing”, es su reverso y aunque los dos fueron rodados a la vez y hablen de lo mismo, del genocidio indonesio perpetrado tras el golpe de estado de 1965 en Indonesia, en la segunda, el punto de vista es de las víctimas (a ver si Nolan se anima algún día a hacer el reverso de “Oppenheimer”, película en la que también habla del odio de los Estados Unidos a los comunistas). El protagonista es Adi, un joven optometrista nacido más o menos cuando se cometieron los crímenes que, con la excusa de graduar las gafas de hombres ya ancianos, acude a ver a los culpables del asesinato de su hermano, que fue torturado y descuartizado en una de las famosas matanzas del río Serpiente. La mirada del silencio es el título del documental, es la mirada de Adi cuando ve y escucha a los asesinos de su hermano y es la mirada de su madre, que lo recuerda todo, salvo su edad. Esta mujer, que hace ejercicio a diario y que a diario cuida de su marido, un anciano sin vista y sin memoria, cuenta a la cámara cómo su hijo mayor logró llegar a casa desde el río, arrastrándose por los campos con los intestinos fuera del cuerpo, y cómo se lo llevaron al día siguiente de su casa los asesinos, con la excusa de acercarlo a un hospital. Y cómo sigue soñando con él. Hay que ver los ojos de esa madre y oir sus sueños para saber qué significa de verdad para el mundo la guerra de los hombres.

Total impunidad para los asesinos, ausencia de sentimiento de culpa por parte de los verdugos, vanagloria de los criminales y silencio para las víctimas. Es lo que hay. En Indonesia y en todos los países en los que mandan los que ganaron las guerras.

Adi pregunta a los ancianos mientras les gradúa la vista, es decir, mientras comprueba su capacidad de enfoque de la realidad. Las lentes superpuestas que aparecen en el cartel promocional de la película funcionan como metáfora del enfoque mental al que, sin saberlo, se somenten los asesinos cuando, a base de preguntas, los hechos del pasado se acercan al presente. La medida de cómo sus recuerdos enfocan — o desenfocan — los hechos es el resultado de este prodigioso (y aterrador) experimento sociológico. Los asesinos desconocen la identidad de Adi y cuando alguno sospecha del carácter “político” de las preguntas, las elocuentes reacciones al respecto completan el sentido del acto de matar y demuestran el constante empeño de los culpables (y de sus familias) de dejar siempre las cosas del pasado en el pasado. No te jode. Como pide aquí la (ultra)derecha española, en un país con trescientos mil desaparecidos y otros tantos bebés robados impunemente durante décadas por el estado católico, con ayuda de las monjitas (con tan poquito poder siempre sobre niños y hombres y tantísimo sobre niñas y mujeres) y sus votos del silencio (los otros, los votos de las urnas, cantan ahora pp-vox por soleares). Siempre el silencio compañero del abuso y del dolor. Sabemos que si los culpables insisten en la necesidad de borrar un pasado (que al mismo tiempo calladamente se celebra) no es más que para mantener a base de silencio el miedo y la amenaza de que aquello pueda volver a ocurrir en cualquier momento, si ellos quieren. Todos los viejos asesinos parecen viejecitos apacibles hasta que se ven comprometidos. Ahí sus ojos dicen más que mil palabras. Y ahí esos ojos que no ven, pero que recuerdan, dan un miedo que te cagas.

Y en “La, La, Land. La ciudad de las estrellas” también hay mucho cine y muchos sueños. Pero de los bonitos, de los buenos, de los que, en teoría, justifican su existencia. Nada que ver aquí este cine que nos cuentan con el cine como arma y propaganda que es, en la práctica, para lo que, sobre todo, ha servido el cine a los Estados Unidos que lo utilizó desde siempre para construirse una imagen frente al mundo. Pero no fueron los primeros. Julian Barnes nos recuerda en su última novela, “Elizabeth Finch”, y por boca del personaje del mismo nombre que uno de los secretos del cristianismo fue contar siempre con los mejores cineastas, refiriéndose claro está a los pintores. Pues eso, propaganda. Y mientras tanto por aquí, una profesora de Historia Medieval en la Universidad Complutense de Madrid, hermana del prior de Cuelgamuros (aka Valle de los Caídos) dice públicamente, tan tranquila, que «la victoria contra el comunismo en 1939 fue un éxito de la hispanidad». Que se ponga de acuerdo Margarita con Koto y Congo porque ellos dicen que ese éxito fue de ellos y que el gran logro de vencer al comunismo fue indonesio. En cualquier caso, España e Indonesia, en aquellos años de la guerra fría, sirvieron mucho a los intereses de la economía de mercado que con tanto ahínco Estados Unidos defendiço frente a cualquier otra opción que no fuera esa. Aunque, no lo olvidemos, el odio a los comunistas de la España de Franco (y de hoy, ahora que el odio ha vuelto con fuerzas renovadas) no era económico, era religioso. Y ya sabemos qué sucede cuando la economía y la religión van juntas de la mano, a que sí, Pablo y Calvino. Porque en eso de odiar, los españoles son los putos amos. La historiadora, Christiane Stallaert, en las más de quinientas páginas de su libro “Ni una gota de sangre impura. La España inquisitorial y la Alemania nazi cara a cara” (2006) explora, desde un punto de vista antropológico y lingüístico, la conexión entre la Alemania nazi y el «protorracismo» casticista de la España inquisitorial y monárquica de los siglos XV y XVI en la Península Ibérica, variantes ambas del un mismo etnocentrismo «erigido en religión política».

Es decir, que La La Land, dirigida por Damien Chazelle, que también dirigió en 2022 Babylon, en la que vuelve a hablar de cine, este el de los años 20, habla de lo mismo pero desde otro punto de vista. Pero todas, al final, hablan de lo mismo, de cómo el cine se convierte en algo más real que la realidad misma haciendo que esta, al final, termine pareciendo de mentira.

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